viernes, 19 de junio de 2009


Fue en los ya casi olvidados tiempos virreinales, en aquellos tiempos de romance y poesía, cuando se dice aconteció lo que vamos a referir.

Era Doña María Ana de la Campa y Cos, Condesa de San Mateo de Valparaíso, persona piadosa, caritativa, acaudalada y de gran virtud. Prendas por las cuales se le quería en la ciudad de Zacatecas, en donde no quedó nunca pobre de quien ella tuviera noticia, que no socorriera con largueza; ni familia menesterosa ni en la orfandad, a quien no enjugara sus lágrimas y tomara balo su protección, así como también contribuía con gruesas cantidades de dinero para obras de beneficencia y se asegura que sobresalía entre sus costumbres dignas de alabanza, ir diariamente en su elegante coche de portezuelas blasonadas y que tiraban soberbios alazanes chapados de plata, visitar a los enfermos, a los que llevaban, a la par, medicamentos y consuelo. Todas estas cualidades que le adornaban, le tenían ganada justa fama de benefactora de la ciudad.

Vivía esta noble señora en la casa solariega que fabricaron sus antepasados para la residencia de los Condes de San Mateo, en la vieja plaza de Villarreal y la cual desafiando los tiempos y los grandes agravios inferidos a su arquitectura, se conserva hasta hoy con aspecto colonial, evocador y severo, ostentando en su frontispicio el viejo escudo de los condes.

Ya en su madurez contrajo matrimonio la Condesa de San Mateo de Valparaíso, con un apuesto galán de humilde cuna y de hermosura varonil poco común, de la que se prendó la ilustre dama.

Corrió el rumor por la muy Noble Ciudad de Zacatecas desde los primeros días de casados, de que el nuevo conde no amaba a su esposa, de que el matrimonio sólo había llevado la conveniencia de convertirse de la noche a la mañana, en potentado; pero siendo hombre de entendimiento agudo y conociendo por lo mismo el terreno que pisaba, se propuso explotar su posición hábilmente y representó a las mil maravillas el papel del mejor marido del mundo. Así las cosas, se ganó a la Condesa en poco tiempo, quien puso en sus manos su cuantiosa fortuna.

Grandes fueron los excesos a que se entregó el Conde al estar en posesión de tan cuantioso capital; pero supo encubrirlos para que no trascendiesen hasta la Condesa y cada día se mostraba con ella más amante y cariñoso.

Cuando la felicidad parecía sonreír en el hogar de los condes, he ahí que cierto día un imprudente papel que el Conde dejó olvidado en el bolsillo de uno de sus trajes, reveló a la Condesa las ilícitas relaciones que éste sostenía con una hermosísima y encantadora zacatecana.

Como Doña María Ana amaba de verdad al Conde, fue tan rudo el golpe que recibió con este hallazgo, que vino abajo el risueño edificio de sus ilusiones.

Mas, ella, haciendo un supremo esfuerzo, supo dominarse y apareció ante él, cariñosa y sonriente; pero propuesta por cuantos medios estaban a su alcance a cerciorarse de todo y poner en claro las cosas.

No tardó mucho tiempo en estar en posesión de tan amarga verdad.

La honda pena que le causara la traición del Conde la sumió en la mayor decepción. Parecíale monstruosa la ingratitud de pagarle tanto como le debía mancillando su honor con tan negra perfidia y concibió extraño plan para vengar la afrenta.

Para realizarlo una noche dio espléndida fiesta en su palacio en el que se reunió lo más granado y linajudo de la sociedad zacatecana de aquél entonces y cuando terminó la cena, la que fue servida en la artística vajilla de plata que ostentaba en cada una de las piezas el escudo nobiliario de los condes, y la jovialidad y la alegría se desbordaban por toda la casona, entregadas las parejas a las delicias del baile, la Condesa aprovechó el momento desapareciendo escalera abajo, sin ser notada.

Llegó a la cochera y subió a su coche que le esperaba enganchado con un tiro de soberbios alazanes que de antemano había mandado disponer y partió velozmente, como un torbellino, hacia una hacienda de campo de su propiedad, cercana a Zacatecas, en donde se encontraba el Conde.

La noche estaba serena y transparente. En el cielo un plenilunio lucía sus esplendentes galas. El coche rodaba vertiginosamente por el camino real, que emblanquecía la luz de la luna.

Al llegar a las inmediaciones del pintoresco sitio donde se levantaba la hacienda de campo, Doña María Ana mandó hacer alto y descendió del carruaje dando orden a su cochero de no moverse de allí para no denunciar su presencia.

Se dirigió a la casa principal de la hacienda con rapidez, ataviada con las mismas galas que luciera en la fiesta, entre las que resaltaba el valioso aderezo de finísimas piedras que cintilaban con profusión de luces, al recibir el beso de la luna.

Llegó a la puerta y penetró en el zaguán, sin encontrar quién se lo impidiera. Siguió avanzando con cautela hacia el interior, cuando percibió su oído rumor de voces y de risas. Se fue presto en dirección al lugar de donde procedían. Cruzó una pieza y otras varias que tenía en penumbra la débil luz de la luna que penetraba escasamente por las ventanas. Se detuvo en la antecámara del Conde, levantó la cortina que la separaba de la cámara apenas lo suficiente para poder ver y no ser descubierta y sus ojos contemplaron un cuadro terrible para ella.

Allí estaba la criminal pareja...

Doña María Ana no fue dueña de sus actos. Sintió súbitamente agolparse la sangre en su cabeza y aguijoneada por los celos, el despecho, el rencor, el orgullo herido y de tantos sentimientos encontrados que chocaban entre sí y le nublaban la razón, no pudo reflexionar lo que hacía, febrilmente tomó en su mano el riquísimo puñal de artístico puño cuajado de diamantes que conservaba como reliquia de familia por haber pertenecido a su hermano Don Fernando, y en el paroxismo del furor se arrojó como torbellino arrollador sobre los asombrados amantes y sin darles tiempo a defenderse les asestó a ambos, mortales puñaladas que los hicieron rodar por el suelo, con las convulsiones de la agonía.

Cuando la Condesa subía de nuevo a su coche para regresar a la ciudad, el toque de Ave María llegaba hasta ella aumentando los remordimientos de su atribulado corazón.

Nada podía temer de su cochero porque era la misma discreción y de una fidelidad a toda prueba, pues sabía que antes se dejaría matar, que revelar la menor palabra a ese respecto, por eso lo llevó con ella, pues le tenía absoluta confianza; mas como las previsiones jamás están de balde, le amonestó que nunca, ni a nadie, dijera que aquella noche la había llevado a ese lugar.

Después de descender la Condesa del carruaje en la cochera de su casa donde lo tomó, fue rápidamente a hacer los cumplidos en la fiesta, en la cual era tal la animación, que no llegó a echarse de menos su presencia, o su ausencia.

Al día siguiente la infausta noticia conmovió a la ciudad y desfiló anta la Condesa a darle el pésame, toda la aristocracia de ella.

Se cuenta que después de lo acaecido, la Condesa de San Mateo de Valparaíso pasó el resto de su vida llorando su pecado y pidiendo a Dios con el mayor arrepentimiento, en constantes sufragios, por el eterno descanso de las almas de los dos que asesinó y entregada a los ejercicios de piedad y penitencia en la capilla particular de su casa solariega y dedicando su caudal a obras pías. Por ese tiempo donó a la parroquia de la ciudad de Zacatecas la pila Bautismal de plata maciza que pesaba 474 marcos y una onza y costeó la fuente pública que existiera en al antigua Plaza de Villarreal y el famoso acueducto de esbeltísima arquería de durísima chiluca, que es maravilla de los ojos. Así como también periódicamente entregaba gruesas sumas a la iglesia y al gobierno, para obras de beneficencia.

Algún tiempo permaneció en la oscuridad el nombre del autor de este crimen; pero al fin y al cabo, la voz popular rumoró con insistencia indicando como responsable a la Condesa y hasta la justicia intervino para hacer luz en el asunto y le instruyó proceso; mas no hallando pruebas en su contra y teniendo por otra parte en cuenta la calidad de la persona a quien tanto debía Zacatecas, se atribuyó todo a meras suposiciones populares y dio por terminado el proceso.

Y cuenta la leyenda, que no otra cosa es esta narración, que sin embargo permanecía cerrada en luto perpetuo la vieja CASONA DE LA CONDESA.